En este artículo difundimos aspectos desconocidos del mar porque: “No se puede defender lo que no se ama y no se puede amar lo que no se conoce”.
Todos los animales al nacer poseen una importante cantidad de información conocida como “carga genética”. La aplicación de esta información a la vida cotidiana es lo que solemos llamar erráticamente “instinto”. En los animales que poseen un cerebro más desarrollado se presenta, además, la capacidad de aprender. Cuanto más aprende un animal, más se aleja del instinto; cuanto más información recibe, menos utiliza e interpreta la carga genética.
Una de las grandes preocupaciones del puerto soviético de Arjánguelsk, en el Ártico es saber en qué momento se rompería la gruesa capa de hielo que impide cada año el paso de los barcos, incluso de los rompe hielos más grandes. Saber la fecha exacta de la rotura tiene mucho que ver con anticipar el paso de las naves sin que el hielo afecte demasiado a la economía local. Por tal motivo, en la década del ‘70 se reunió toda la tecnología existente al momento para determinar la época de la rotura. Más de cien estaciones meteorológicas de la costa de Siberia, magníficamente dotadas de instrumental y dirigidas por los mejores meteorólogos y científicos del área, trabajaron en conjunto para calcular la fecha exacta sin lograr ningún resultado. Con la mirada puesta en los hielos durante años, vieron con asombro que las morsas llegaban a la zona exactamente diez días antes de que el hielo se partiera, requisito indispensable para poder obtener alimento de la captura de peces. ¿Podían estos grasosos animales saber más que los mejores científicos de la época? La respuesta parece ser afirmativa. Desde entonces se puede prever la rotura del hielo con diez días de anticipación al observar que las manadas de morsas se acercan a la zona, lo que resolvió definitivamente el grave problema.
Los humanos, animales de un cerebro más desarrollado que la media animal y que además, nos movemos en manadas, solemos confiar más en lo que se nos enseñó que en descifrar el instinto, al punto tal que este casi desapareció de nuestras vidas. Mientras que una abeja dotada de un casi inexistente cerebro puede prever la lluvia con exactitud cronológica, nosotros seguimos mirando al cielo con sorpresa cuando el agua nos cae sobre la cabeza. Hemos perdido, indefectiblemente, la sagrada conexión con nuestro planeta y sus cambios de humor. No resulta entonces difícil de entender que en el gran tsunami de Tailandia, donde perecieron más de ciento noventa mil personas, no haya muerto un solo animal salvaje de los que se encontraban en la costa. Ellos sabían lo que estaba pasando y previnieron el desastre mientras que los hombres no se percataron de la presencia de la gran ola ni siquiera cuando la tenían a pocos metros de sí mismos.
Si podemos entender que perdimos definitivamente la conexión, debemos entonces profundizar la observación de quienes aún la poseen. Debemos desarrollar nuestra inteligencia al punto de poder entender, al menos por una vez, que los animales saben cosas que nosotros desconocemos por completo y que la única posibilidad de supervivencia de nuestra especie es aliándonos y protegiéndonos mutuamente con aquellos a los que siempre consideramos “animales inferiores”. Pues sin ellos, nuestro solitario destino estará definitivamente sellado.
Tito Rodriguez - Mayo 2005.
iab@iab.com.ar
www.iab.com.ar
Todos los animales al nacer poseen una importante cantidad de información conocida como “carga genética”. La aplicación de esta información a la vida cotidiana es lo que solemos llamar erráticamente “instinto”. En los animales que poseen un cerebro más desarrollado se presenta, además, la capacidad de aprender. Cuanto más aprende un animal, más se aleja del instinto; cuanto más información recibe, menos utiliza e interpreta la carga genética.
Una de las grandes preocupaciones del puerto soviético de Arjánguelsk, en el Ártico es saber en qué momento se rompería la gruesa capa de hielo que impide cada año el paso de los barcos, incluso de los rompe hielos más grandes. Saber la fecha exacta de la rotura tiene mucho que ver con anticipar el paso de las naves sin que el hielo afecte demasiado a la economía local. Por tal motivo, en la década del ‘70 se reunió toda la tecnología existente al momento para determinar la época de la rotura. Más de cien estaciones meteorológicas de la costa de Siberia, magníficamente dotadas de instrumental y dirigidas por los mejores meteorólogos y científicos del área, trabajaron en conjunto para calcular la fecha exacta sin lograr ningún resultado. Con la mirada puesta en los hielos durante años, vieron con asombro que las morsas llegaban a la zona exactamente diez días antes de que el hielo se partiera, requisito indispensable para poder obtener alimento de la captura de peces. ¿Podían estos grasosos animales saber más que los mejores científicos de la época? La respuesta parece ser afirmativa. Desde entonces se puede prever la rotura del hielo con diez días de anticipación al observar que las manadas de morsas se acercan a la zona, lo que resolvió definitivamente el grave problema.
Los humanos, animales de un cerebro más desarrollado que la media animal y que además, nos movemos en manadas, solemos confiar más en lo que se nos enseñó que en descifrar el instinto, al punto tal que este casi desapareció de nuestras vidas. Mientras que una abeja dotada de un casi inexistente cerebro puede prever la lluvia con exactitud cronológica, nosotros seguimos mirando al cielo con sorpresa cuando el agua nos cae sobre la cabeza. Hemos perdido, indefectiblemente, la sagrada conexión con nuestro planeta y sus cambios de humor. No resulta entonces difícil de entender que en el gran tsunami de Tailandia, donde perecieron más de ciento noventa mil personas, no haya muerto un solo animal salvaje de los que se encontraban en la costa. Ellos sabían lo que estaba pasando y previnieron el desastre mientras que los hombres no se percataron de la presencia de la gran ola ni siquiera cuando la tenían a pocos metros de sí mismos.
Si podemos entender que perdimos definitivamente la conexión, debemos entonces profundizar la observación de quienes aún la poseen. Debemos desarrollar nuestra inteligencia al punto de poder entender, al menos por una vez, que los animales saben cosas que nosotros desconocemos por completo y que la única posibilidad de supervivencia de nuestra especie es aliándonos y protegiéndonos mutuamente con aquellos a los que siempre consideramos “animales inferiores”. Pues sin ellos, nuestro solitario destino estará definitivamente sellado.
Tito Rodriguez - Mayo 2005.
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