La Argentina ha estado siempre a los pies de Gran Bretaña. Casi trescientos años de historia lo demuestran. Una guerra en un pedregal remoto, excusa para la renovación del sometimiento económico.
Las Islas Malvinas son argentinas. Cierta la afirmación. Quizá nadie tenga dudas sobre ello. A nadie inquieta que repitamos que las Malvinas, fueron, son y serán argentinas. La discusión central se entabla en quién ejerce los derechos soberanos sobre aquel pedregoso territorio. En esa partida, la Argentina lleva las de perder. Nuestra idiosincrasia nos doblega y nos pone de rodillas. El Reino Unido toma renueva sus ventajas.
Los ingleses tienen puestos sus ojos en nuestra tierra desde mucho antes de lo que podemos imaginar. Apenas, las invasiones inglesas de principios de siglo XIX son una muestra de lo rebuscado, persuasivo y pirata que es el anglosajón.
Un silgo antes, específicamente en 1711, se publica en Londres un folleto titulado “Una propuesta para humillar a España”. Una declaración de política internacional para nuestra América, donde se delineaba que las zonas mineras del Alto Perú debían ser segregadas de las planicies de Buenos Aires, para debilitar la fuerza laboral por falta de los alimentos que se proveían desde las pampas.
Las Invasiones Inglesas persiguieron ese objetivo, sobre un plan trazado por William Pitt, Ministro de la Corte Británica, en 1804. Conquistada Buenos Aires, se formaría un ejército con criollos para cruzar a Chile. Obtenido Chile, se iría por mar para quedarse con el Perú. Otra vertiente tomaría la Gran Colombia y se reunirían todos, finalmente, en Perú. Cualquier similitud con el plan y ejecución del General San Martín, no debe entenderse como mera coincidencia.
Pero la historia de manual de primaria tuvo para nosotros otras narrativas. Algo más novelesco y aventurero, que implicaba aventuras de valientes lanzando aceite hirviendo. En todos los espacios en blanco de esos manuales, se ocultaron los vejámenes que los invasores propinaron a la población nativa. Violaciones y demás sufrires que cesaron cuando el virrey Sobremonte hizo entrega del tesoro de la Real Hacienda, con el que estaba escapando a Córdoba. Los británicos se fueron, vencidos por criollos enardecidos de la lucha armada. Pero, no sólo se llevaron el oro y la plata, sino que además, para 1809 Buenos Aires se vio obligada a abrir el comercio para restituir las cuentas fiscales. Se instaló en nuestra tierra la “British Commercial Room”, en lo que se constituyó en una conquista económica imperial, que favoreció que Londres se apropiara vía balanza de pagos del metálico que aún quedaba luego del saqueo de 1806. Menos de un año de libre cambio bastó para que el virrey Cisneros proclamara que los británicos y sus negocios deberían abandonar el Río de la Plata. Fue para Mayo de 1810. Se acercaba otra fecha que los manuales de historia harían burla artera basada en sueños de libertad y firmeza criolla. El acta de la Junta de Gobierno del Primer Gobierno Patrio fue redactada por un inglés, Alexander Mackinnon. No era cualquier inglés que buscaba quedar en la historia como liberador de Buenos Aires. Él había fundado la “British Commercial Room”. ¿Qué mejor forma de quedarse por estas tierras haciendo negocios que derrocando a quién lo quería expulsar?
El 9 de diciembre de 1824 América se libera definitivamente de las tropas realistas luego de la batalla de Ayacucho, en las pampas de la Quinoa en Perú. Casi dos meses después, la Argentina se ata de pies y manos con los bretones al firmarse el “Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y las Provincias Unidas”. 2 de febrero de 1825, continuación formal de la dependencia económica imperial. Dicho tratado establece que las relaciones comerciales entre los firmantes no cesarían ante un eventual rompimiento entre los gobiernos; ambas partes gozan de la libre navegabilidad y operabilidad comercial en todos los puertos, parajes y ríos (para esta época las Provincias Unidas no contaban con flota suficiente para llegarse hasta el Támesis); los súbditos británicos tenían garantizados sus derechos civiles y comerciales, garantías de las que los propios nativos no gozaban. Algo más de cien años después, el Tratado es ratificado en el Pacto Roca-Runciman de 1933. Festejamos la posibilidad de introducir nuestras carnes en las tierras de cielos grises mientras ellos se aseguran la ratificación de un tratado que les es, evidentemente, muy favorable.
Se podría decir que la Segunda Guerra Mundial corrió el eje de los intereses británicos. También se podría decir que para esa época, las condiciones económicas del mundo fomentaron para nuestro país un devenir histórico propicio que produjo un industria incipiente, premios Nóbel de Medicina, el reactivo nuclear Cóndor II y condiciones sociales benignas para las fuerzas laborales más la nacionalización de Bancos y Ferrocarriles. Ante este contexto, Harry S. Ferns, profesor de la Universidad de Birmingham sentencia, en su libro “Argentina” de 1973, Editorial Sudamericana, que la Argentina debe ser devastada mediante una guerra civil para que puedan continuar los intereses británicos. Posteriormente, el 22 de enero de 1976, Lord Franks vierte en un documento público al reino británico, que la presidente en ejercicio estaría dispuesta a tomar medidas socio-económicas a favor de la Nación Argentina, lo que representaría medidas hostiles con para el gobierno inglés.
¿Sería ingenuo pensar que la campaña terrorista de 1973 a 1976 y el posterior Golpe de Estado más el macabro accionar del Proceso de Reorganización Nacional, nada tengan que ver con la defensa, cobertura y potencial desarrollo de los negociados ingleses en la Argentina? ¿Qué pasó en la Argentina con los investigadores, con los productores, con las privatizaciones desde entonces?
La historia siguió. Pasaron el desembarco y la fiebre triunfal de la Plaza de Mayo colmada, vitoreando a Galtieri. Se silenció en un eco sórdido el “si quieren venir que vengan, le presentaremos batalla”. Pasó el frío, la mala alimentación, la falta de plan, la falla de lo planeado, la lógica de la punta de playa. Quedan, aún, las minas enterradas en las playas de la Soledad y La Gran Malvina. Quedan los recuerdos y las pesadillas de niños devenidos en hombres como consecuencia del horror y del terror del conflicto bélico. Ahogada sigue la masacre del Belgrano y perdidos los Fondos Patrióticos, totalmente, devaluados. Olvidados están todos, los heridos, los muertos, los suicidados.
Un día se festejó la reanudación de las relaciones internacionales. Se podía volver a Malvinas. Fuimos. Vimos, recordamos, lloramos, sin saber que esa posibilidad vino de dos tratados firmados con el enemigo de siempre. Se firmaron dos tratados con el Reino Unido a principios de los años noventa. El “Tratado Anglo-Argentino de Promoción y Protección de Inversiones” se firmó el 11 de diciembre de 1990. Anteriormente, el 15 de febrero de ese mismo año se suscribió la “Declaración Conjunta de las delegaciones de la Argentina y el Reino Unido”. Ambos tratados someten económica, militar y socialmente a nuestro país ante las fauces sedientas de los leones ingleses. Todo convalido sin mayor publicidad por el Congreso de la Nación, sólo con el voto en contra del diputado Luis Zamora. Ambos tratados perpetúan el concepto de extracciones de materias primas y vaciamiento sistemático de nuestras riquezas. Ambos tratados eliminan la zona de exclusión y comprometen al intercambio militar y comercial pesquero, hipotecando las riquezas hídricas y creando una Argentina-británica. La reina inglesa lo había anticipado en su discurso de 1989 en el Congreso sajón: la restitución de las relaciones bilaterales con Argentina serán beneficiosas para los intereses de la corona. Ambos tratados otorgan al Reino Unido un control sobre el Atlántico Sur. Ambos tratados son la penalidad impuesta al derrotado en una guerra que no debió haber sido. Penalidad a la que seguimos sometidos en un silencio que nos podría convertir en cómplices.
La historia que no se cuenta en los manuales se repite tramposa de forma cíclica. Usurpación, saqueo, aniquilación, fraude, subrogación comercial, desarrollo imperial. No podemos con ellos, somos lo que somos. Seguimos de rodillas, atados de pies y manos. Las Malvinas siguen siendo argentinas, mientras nos vacían de contenido.
Los ingleses tienen puestos sus ojos en nuestra tierra desde mucho antes de lo que podemos imaginar. Apenas, las invasiones inglesas de principios de siglo XIX son una muestra de lo rebuscado, persuasivo y pirata que es el anglosajón.
Un silgo antes, específicamente en 1711, se publica en Londres un folleto titulado “Una propuesta para humillar a España”. Una declaración de política internacional para nuestra América, donde se delineaba que las zonas mineras del Alto Perú debían ser segregadas de las planicies de Buenos Aires, para debilitar la fuerza laboral por falta de los alimentos que se proveían desde las pampas.
Las Invasiones Inglesas persiguieron ese objetivo, sobre un plan trazado por William Pitt, Ministro de la Corte Británica, en 1804. Conquistada Buenos Aires, se formaría un ejército con criollos para cruzar a Chile. Obtenido Chile, se iría por mar para quedarse con el Perú. Otra vertiente tomaría la Gran Colombia y se reunirían todos, finalmente, en Perú. Cualquier similitud con el plan y ejecución del General San Martín, no debe entenderse como mera coincidencia.
Pero la historia de manual de primaria tuvo para nosotros otras narrativas. Algo más novelesco y aventurero, que implicaba aventuras de valientes lanzando aceite hirviendo. En todos los espacios en blanco de esos manuales, se ocultaron los vejámenes que los invasores propinaron a la población nativa. Violaciones y demás sufrires que cesaron cuando el virrey Sobremonte hizo entrega del tesoro de la Real Hacienda, con el que estaba escapando a Córdoba. Los británicos se fueron, vencidos por criollos enardecidos de la lucha armada. Pero, no sólo se llevaron el oro y la plata, sino que además, para 1809 Buenos Aires se vio obligada a abrir el comercio para restituir las cuentas fiscales. Se instaló en nuestra tierra la “British Commercial Room”, en lo que se constituyó en una conquista económica imperial, que favoreció que Londres se apropiara vía balanza de pagos del metálico que aún quedaba luego del saqueo de 1806. Menos de un año de libre cambio bastó para que el virrey Cisneros proclamara que los británicos y sus negocios deberían abandonar el Río de la Plata. Fue para Mayo de 1810. Se acercaba otra fecha que los manuales de historia harían burla artera basada en sueños de libertad y firmeza criolla. El acta de la Junta de Gobierno del Primer Gobierno Patrio fue redactada por un inglés, Alexander Mackinnon. No era cualquier inglés que buscaba quedar en la historia como liberador de Buenos Aires. Él había fundado la “British Commercial Room”. ¿Qué mejor forma de quedarse por estas tierras haciendo negocios que derrocando a quién lo quería expulsar?
El 9 de diciembre de 1824 América se libera definitivamente de las tropas realistas luego de la batalla de Ayacucho, en las pampas de la Quinoa en Perú. Casi dos meses después, la Argentina se ata de pies y manos con los bretones al firmarse el “Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y las Provincias Unidas”. 2 de febrero de 1825, continuación formal de la dependencia económica imperial. Dicho tratado establece que las relaciones comerciales entre los firmantes no cesarían ante un eventual rompimiento entre los gobiernos; ambas partes gozan de la libre navegabilidad y operabilidad comercial en todos los puertos, parajes y ríos (para esta época las Provincias Unidas no contaban con flota suficiente para llegarse hasta el Támesis); los súbditos británicos tenían garantizados sus derechos civiles y comerciales, garantías de las que los propios nativos no gozaban. Algo más de cien años después, el Tratado es ratificado en el Pacto Roca-Runciman de 1933. Festejamos la posibilidad de introducir nuestras carnes en las tierras de cielos grises mientras ellos se aseguran la ratificación de un tratado que les es, evidentemente, muy favorable.
Se podría decir que la Segunda Guerra Mundial corrió el eje de los intereses británicos. También se podría decir que para esa época, las condiciones económicas del mundo fomentaron para nuestro país un devenir histórico propicio que produjo un industria incipiente, premios Nóbel de Medicina, el reactivo nuclear Cóndor II y condiciones sociales benignas para las fuerzas laborales más la nacionalización de Bancos y Ferrocarriles. Ante este contexto, Harry S. Ferns, profesor de la Universidad de Birmingham sentencia, en su libro “Argentina” de 1973, Editorial Sudamericana, que la Argentina debe ser devastada mediante una guerra civil para que puedan continuar los intereses británicos. Posteriormente, el 22 de enero de 1976, Lord Franks vierte en un documento público al reino británico, que la presidente en ejercicio estaría dispuesta a tomar medidas socio-económicas a favor de la Nación Argentina, lo que representaría medidas hostiles con para el gobierno inglés.
¿Sería ingenuo pensar que la campaña terrorista de 1973 a 1976 y el posterior Golpe de Estado más el macabro accionar del Proceso de Reorganización Nacional, nada tengan que ver con la defensa, cobertura y potencial desarrollo de los negociados ingleses en la Argentina? ¿Qué pasó en la Argentina con los investigadores, con los productores, con las privatizaciones desde entonces?
La historia siguió. Pasaron el desembarco y la fiebre triunfal de la Plaza de Mayo colmada, vitoreando a Galtieri. Se silenció en un eco sórdido el “si quieren venir que vengan, le presentaremos batalla”. Pasó el frío, la mala alimentación, la falta de plan, la falla de lo planeado, la lógica de la punta de playa. Quedan, aún, las minas enterradas en las playas de la Soledad y La Gran Malvina. Quedan los recuerdos y las pesadillas de niños devenidos en hombres como consecuencia del horror y del terror del conflicto bélico. Ahogada sigue la masacre del Belgrano y perdidos los Fondos Patrióticos, totalmente, devaluados. Olvidados están todos, los heridos, los muertos, los suicidados.
Un día se festejó la reanudación de las relaciones internacionales. Se podía volver a Malvinas. Fuimos. Vimos, recordamos, lloramos, sin saber que esa posibilidad vino de dos tratados firmados con el enemigo de siempre. Se firmaron dos tratados con el Reino Unido a principios de los años noventa. El “Tratado Anglo-Argentino de Promoción y Protección de Inversiones” se firmó el 11 de diciembre de 1990. Anteriormente, el 15 de febrero de ese mismo año se suscribió la “Declaración Conjunta de las delegaciones de la Argentina y el Reino Unido”. Ambos tratados someten económica, militar y socialmente a nuestro país ante las fauces sedientas de los leones ingleses. Todo convalido sin mayor publicidad por el Congreso de la Nación, sólo con el voto en contra del diputado Luis Zamora. Ambos tratados perpetúan el concepto de extracciones de materias primas y vaciamiento sistemático de nuestras riquezas. Ambos tratados eliminan la zona de exclusión y comprometen al intercambio militar y comercial pesquero, hipotecando las riquezas hídricas y creando una Argentina-británica. La reina inglesa lo había anticipado en su discurso de 1989 en el Congreso sajón: la restitución de las relaciones bilaterales con Argentina serán beneficiosas para los intereses de la corona. Ambos tratados otorgan al Reino Unido un control sobre el Atlántico Sur. Ambos tratados son la penalidad impuesta al derrotado en una guerra que no debió haber sido. Penalidad a la que seguimos sometidos en un silencio que nos podría convertir en cómplices.
La historia que no se cuenta en los manuales se repite tramposa de forma cíclica. Usurpación, saqueo, aniquilación, fraude, subrogación comercial, desarrollo imperial. No podemos con ellos, somos lo que somos. Seguimos de rodillas, atados de pies y manos. Las Malvinas siguen siendo argentinas, mientras nos vacían de contenido.
Gabriel Spinazzola - Abril 2008
Inspirado y sustentado en "Los Tratados de Paz por la Guerra de las Malvinas", Julio C. González, Ediciones Del Copista, Buenos Aires, 2005.
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