Salir del papel para dibujarnos una realidad conocida y mostrárnosla como si fuera la primera vez que la viéramos, es una capacidad que Mario Benedetti ha logrado plasmar en las ciento ochenta y cuatro páginas de La Tregua.
La novela navega por los mares de la sencillez de un Montevideo de los años cincuenta con epicentro en una oficina abarrotada de rutina. Un fracaso de una vida vivida, como todas, lo que mejor pudo hacerse va llegando al ostracismo final del olvido.
Un amor, como una luz que se agiganta en una noche espesa, da muestras que la vida puede ser otra cosa, que la vida es otra cosa. ¿Será una luz eterna o será una mariposa de mil colores que se apagará nuevamente en aquella oscuridad?
La narrativa del autor es tan mágicamente real que al leerlo, reconocí la rutina formal de mi oficina de hoy, como si fuera una maqueta réplica de las páginas que devoraba. El uso de la primera persona provoca un contacto de intimidad y confesión con el personaje. El artilugio de escribirlo en forma de diario personal amalgama al protagonista con el lector en ese devenir del día a día.
Comienza la tregua...
Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no es el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo? El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa contra mi futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas. ¿Y eso qué?
¿El resto? Muy recomendable.
La novela navega por los mares de la sencillez de un Montevideo de los años cincuenta con epicentro en una oficina abarrotada de rutina. Un fracaso de una vida vivida, como todas, lo que mejor pudo hacerse va llegando al ostracismo final del olvido.
Un amor, como una luz que se agiganta en una noche espesa, da muestras que la vida puede ser otra cosa, que la vida es otra cosa. ¿Será una luz eterna o será una mariposa de mil colores que se apagará nuevamente en aquella oscuridad?
La narrativa del autor es tan mágicamente real que al leerlo, reconocí la rutina formal de mi oficina de hoy, como si fuera una maqueta réplica de las páginas que devoraba. El uso de la primera persona provoca un contacto de intimidad y confesión con el personaje. El artilugio de escribirlo en forma de diario personal amalgama al protagonista con el lector en ese devenir del día a día.
Comienza la tregua...
Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no es el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo? El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa contra mi futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas. ¿Y eso qué?
¿El resto? Muy recomendable.
Gabriel Spinazzola - Junio 2008
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