Una tarde de domingo, caminando por las tranquilas calles de Ballester, te podés encontrar con un gran ejemplo de persona. De ahí en más, no volverás a dudar acerca de qué cosas valen realmente la pena.
La zona de la calle Congreso es un barrio hermoso. Es un espacio apacible los domingos. Caminando por Congreso y La Paz, una vez me crucé con Luis Federico Leloir. Mi ignorancia de aquel entonces hizo que divagara sobre quién era. La salvedad, es que estaba junto a mi padre, mi padre lector, mi padre que pareciera todo saber. Ese padre que me dijo: "No te confundas, es Luis Federico Leloir". Mi insistente ignorancia hizo que nada me sorprendiera y no pueda coincidir con el brillo en la mirada de mi padre al cruzarse con el Nobel Argentino.
Con la ambición de contagiarme su admiración en el cruzado hombre, mi padre inyectó curiosidad en mí poco a poco, pausadamente, en tono monocorde. Nada me alteraría en ese momento.
"Hijo, -expresándose con resignación y paciencia- Leloir es uno de los científicos argentinos más respetados en el mundo entero. Este parisino accidental, nació en Francia mientras sus padres pasaban unas vacaciones allá lejos por el 1906. Es médico como yo, pero cuando estaba trabajando en el Hospital Ramos Mejía, se volcó hacia la actividad del laboratorio, específicamente en el metabolismo de los hidratos de carbono. Es muy destacable el aporte que hizo este investigador a la ciencia mundial. Cuando lo distinguieron con el Premio Nobel se dijo que su trabajo había tenido una influencia preponderante en la investigación bioquímica en alcanzar un conocimiento sobre la diabetes y otras enfermedades".
Creí que mi propio padre me estaba haciendo una película de Fellini sobre un tipo insignificante, a la vista, que nos acababa de cruzar en la veredita silenciosa y perfumada de esta calle de Ballester. Mi cara delataba esto y, atento, mi padre me lo refutó con una pausa en su relato, como diciendo para su interior: "A este pibe lo tengo que movilizar de alguna forma, tiene que darse cuenta de cuál es el valor real de las cosas y de los hombres de verdad". El silencioso diálogo duró unos minutos, la pausa necesaria para retomar el round del desasnamiento.
"Retomando, -siguió en su tono pausado y claro- lo que creés que es una fábula, es uno de los mejores ejemplos que tiene nuestro país. Un hombre de ciencia premiado, que aportó grandes cosas a la calidad de vida de toda la gente, sin hacer distinciones. Mantuvo la humildad que hace que, hoy, casi no se perciba que este investigador, sin grandes trajes, custodias, autos, teléfono celular, y demás simbología moderna de inteligencia y éxito, sea recordado como lo que es. La humildad es lo que más destaco de este prohombre. Fijate esto: cuando le entregan el premio Nobel se presentó como un representante de los investigadores que trabajaban con él. Con perfil bajo y austero presidió desde su creación en 1947, y por 40 años, la Fundación Campomar. Esta fundación fue una consecución, también, del Instituto dirigido por el Dr. Bernardo Houssay, también Premio Nobel Argentino, y profesor de Luis Federico Leloir".
"Lo desafortunado del vapuleado mundo de hoy es que este no resulta ser un ejemplo. Desafortunado mundo el que no tiene a un hombre como Leloir como ejemplo a seguir. Se toman ejemplos de empresarios, periodistas, artistas o cualquier exitoso de corto plazo. La humildad, hijo, quiero ser reiterativo, hace a la dignidad, hace a escuchar, hace a responder cuando corresponde. Hace a mirar a los ojos a tus hijos con la tranquilidad que da la transparencia de tus actos".
Me parece que mi viejo se sensibilizó y eso me gusta. Esto me hace entender, de alguna forma, que la humildad es sólo de los que la ejercen intelectualmente. La humildad no es sumisión. La humildad es dejarle algo que el otro necesita sin aviso previo. La humildad es que nos recuerden por algo pero sin pedir que lo hagan. La humildad es apasionarse, ¿por qué no?, por uno mismo y ganar el terreno propio sin condicionamientos ni negociaciones espurias.
Finalmente, Luis Federico Leloir, este hijo menor entre nueve hermano al que no le molestaba jugar solo de pequeño, será recordado, seguramente, porque a principios de 1948, él y su equipo de trabajo identificaron los azucarnu-cleótidos. Palabra difícil para el humilde, pero es sencillamente un compuesto clave que participa del metabolismo de los hidratos de carbono. Este descubrimiento convirtió al Instituto en un centro de investigación de reconocimiento mundial. Inmediatamente, Leloir recibió el premio de la Sociedad Científica Argentina como antecedente para que el 27 de octubre de 1970 le otorgaran el Premio Nobel de Química. Ese mismo año fue nombrado miembro de la Sociedad de París, y en 1971, el poder ejecutivo lo designó presidente honorario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. La lista de nombramientos y premios se hizo cada año más extensa.
El multipremiado científico tenía una foto famosa, sentado frente al microscopio, con un guardapolvo gris. Símbolo absoluto de abnegación y pasión por el hacer, descubrir, y dejar algo al prójimo. Toda esta historia junta permite jugar a que busquemos en alguna parte de nosotros una pequeña porción, aunque más no sea, de Luis Federico Leloir.
Una frase del mismo Leloir que resume este pequeño homenaje escrito fue: "El verdadero premio del científico está en hacer buenos experimentos, no en los premios que se le otorgan por eso".
Este cruce casual, con el dichoso investigador, propició una sincronizada charla y caminata con mi padre, en esta apacible tarde de Ballester arbolado y con tenue sombra. Sombra que padece las filtraciones de los rayos del sol que logran escaparse del cielo para sumergirse en un rugoso y antiguo empedrado de estas queridas calles.
¿Quién podría olvidar este rato, que empezó a durar y perdurar desde el momento del cruce? Gustoso de que se repita en mi memoria cada vez que me confunda qué es lo que realmente vale la pena. Saborear lo vivido es una de las satisfacciones de lo que vendrá. Es el basamento que nos permite copiar al humilde. Es la recompensa del plagio.
"Hijo, ¿en qué te quedaste pensando? Hiciste un silencio más prolongado que los míos. Tuvimos un lindo rato, ¿no? Fijate lo que motiva este Leloir. Se nos pasó el rato conversando, silenciando, mirando, oliendo, aprendiendo y compartiendo".
“¿Papi, no tendrás algo de Luis Federico vos?".
Alejandro Budmann - Noviembre 2003.
La zona de la calle Congreso es un barrio hermoso. Es un espacio apacible los domingos. Caminando por Congreso y La Paz, una vez me crucé con Luis Federico Leloir. Mi ignorancia de aquel entonces hizo que divagara sobre quién era. La salvedad, es que estaba junto a mi padre, mi padre lector, mi padre que pareciera todo saber. Ese padre que me dijo: "No te confundas, es Luis Federico Leloir". Mi insistente ignorancia hizo que nada me sorprendiera y no pueda coincidir con el brillo en la mirada de mi padre al cruzarse con el Nobel Argentino.
Con la ambición de contagiarme su admiración en el cruzado hombre, mi padre inyectó curiosidad en mí poco a poco, pausadamente, en tono monocorde. Nada me alteraría en ese momento.
"Hijo, -expresándose con resignación y paciencia- Leloir es uno de los científicos argentinos más respetados en el mundo entero. Este parisino accidental, nació en Francia mientras sus padres pasaban unas vacaciones allá lejos por el 1906. Es médico como yo, pero cuando estaba trabajando en el Hospital Ramos Mejía, se volcó hacia la actividad del laboratorio, específicamente en el metabolismo de los hidratos de carbono. Es muy destacable el aporte que hizo este investigador a la ciencia mundial. Cuando lo distinguieron con el Premio Nobel se dijo que su trabajo había tenido una influencia preponderante en la investigación bioquímica en alcanzar un conocimiento sobre la diabetes y otras enfermedades".
Creí que mi propio padre me estaba haciendo una película de Fellini sobre un tipo insignificante, a la vista, que nos acababa de cruzar en la veredita silenciosa y perfumada de esta calle de Ballester. Mi cara delataba esto y, atento, mi padre me lo refutó con una pausa en su relato, como diciendo para su interior: "A este pibe lo tengo que movilizar de alguna forma, tiene que darse cuenta de cuál es el valor real de las cosas y de los hombres de verdad". El silencioso diálogo duró unos minutos, la pausa necesaria para retomar el round del desasnamiento.
"Retomando, -siguió en su tono pausado y claro- lo que creés que es una fábula, es uno de los mejores ejemplos que tiene nuestro país. Un hombre de ciencia premiado, que aportó grandes cosas a la calidad de vida de toda la gente, sin hacer distinciones. Mantuvo la humildad que hace que, hoy, casi no se perciba que este investigador, sin grandes trajes, custodias, autos, teléfono celular, y demás simbología moderna de inteligencia y éxito, sea recordado como lo que es. La humildad es lo que más destaco de este prohombre. Fijate esto: cuando le entregan el premio Nobel se presentó como un representante de los investigadores que trabajaban con él. Con perfil bajo y austero presidió desde su creación en 1947, y por 40 años, la Fundación Campomar. Esta fundación fue una consecución, también, del Instituto dirigido por el Dr. Bernardo Houssay, también Premio Nobel Argentino, y profesor de Luis Federico Leloir".
"Lo desafortunado del vapuleado mundo de hoy es que este no resulta ser un ejemplo. Desafortunado mundo el que no tiene a un hombre como Leloir como ejemplo a seguir. Se toman ejemplos de empresarios, periodistas, artistas o cualquier exitoso de corto plazo. La humildad, hijo, quiero ser reiterativo, hace a la dignidad, hace a escuchar, hace a responder cuando corresponde. Hace a mirar a los ojos a tus hijos con la tranquilidad que da la transparencia de tus actos".
Me parece que mi viejo se sensibilizó y eso me gusta. Esto me hace entender, de alguna forma, que la humildad es sólo de los que la ejercen intelectualmente. La humildad no es sumisión. La humildad es dejarle algo que el otro necesita sin aviso previo. La humildad es que nos recuerden por algo pero sin pedir que lo hagan. La humildad es apasionarse, ¿por qué no?, por uno mismo y ganar el terreno propio sin condicionamientos ni negociaciones espurias.
Finalmente, Luis Federico Leloir, este hijo menor entre nueve hermano al que no le molestaba jugar solo de pequeño, será recordado, seguramente, porque a principios de 1948, él y su equipo de trabajo identificaron los azucarnu-cleótidos. Palabra difícil para el humilde, pero es sencillamente un compuesto clave que participa del metabolismo de los hidratos de carbono. Este descubrimiento convirtió al Instituto en un centro de investigación de reconocimiento mundial. Inmediatamente, Leloir recibió el premio de la Sociedad Científica Argentina como antecedente para que el 27 de octubre de 1970 le otorgaran el Premio Nobel de Química. Ese mismo año fue nombrado miembro de la Sociedad de París, y en 1971, el poder ejecutivo lo designó presidente honorario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. La lista de nombramientos y premios se hizo cada año más extensa.
El multipremiado científico tenía una foto famosa, sentado frente al microscopio, con un guardapolvo gris. Símbolo absoluto de abnegación y pasión por el hacer, descubrir, y dejar algo al prójimo. Toda esta historia junta permite jugar a que busquemos en alguna parte de nosotros una pequeña porción, aunque más no sea, de Luis Federico Leloir.
Una frase del mismo Leloir que resume este pequeño homenaje escrito fue: "El verdadero premio del científico está en hacer buenos experimentos, no en los premios que se le otorgan por eso".
Este cruce casual, con el dichoso investigador, propició una sincronizada charla y caminata con mi padre, en esta apacible tarde de Ballester arbolado y con tenue sombra. Sombra que padece las filtraciones de los rayos del sol que logran escaparse del cielo para sumergirse en un rugoso y antiguo empedrado de estas queridas calles.
¿Quién podría olvidar este rato, que empezó a durar y perdurar desde el momento del cruce? Gustoso de que se repita en mi memoria cada vez que me confunda qué es lo que realmente vale la pena. Saborear lo vivido es una de las satisfacciones de lo que vendrá. Es el basamento que nos permite copiar al humilde. Es la recompensa del plagio.
"Hijo, ¿en qué te quedaste pensando? Hiciste un silencio más prolongado que los míos. Tuvimos un lindo rato, ¿no? Fijate lo que motiva este Leloir. Se nos pasó el rato conversando, silenciando, mirando, oliendo, aprendiendo y compartiendo".
“¿Papi, no tendrás algo de Luis Federico vos?".
Alejandro Budmann - Noviembre 2003.
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