jueves

Un Luthier Suelto en México

Ariel Arce dejó nuestro país hace ya más de seis años. Una salida en busca de otros horizontes, pero sin planes. Ilegalidades superadas, conoció las dos grandes pasiones de su vida en México, su mujer y su trabajo.

Salí de Argentina en setiembre del '97, y llegué a México en mayo del '98, viajando por tierra. Me fui sin haber planificado claramente el viaje, ni siquiera el objetivo, para ser realistas no tenía idea de nada, si iba a volver o no, ni hasta dónde llegar, y sobre todo hasta dónde duraría el dinero. Me fui junto con una mujer que me parecía maravillosa y que me quería mucho, pero desgraciadamente hasta el dinero (que era poco) duró más que la maravillosa mujer, que desde Perú se regresó a Argentina, a su ex-trabajo, su ex-casa... y con su ex-novio... y se convirtió en ex-maravillosa. Ya meses después, viajando por Centroamérica, caí en la cuenta de que ya había cerrado la herida de su ausencia, pero que pronto iba a sufrir la herida de la ausencia del dinero. Así que decidí acelerar el paso y llegar a México donde vivía un hermano de mi mamá, fallecido tiempo después de mi llegada, con su mujer y dos hijos, pero a pesar de las expectativas, nuestra capacidad de sentirnos familia fue similar a la de los israelitas con los palestinos. Pronto descubrí lo solo que se siente uno cuando está sólo a unos cuantos miles de kilómetros de casa. La cuestión era trabajar, cuestión no tan sencilla, sobre todo si uno llega sin una beca de estudios, o un contrato laboral o al menos una billetera abultada.

Ni bien crucé la frontera mexicana, conocí a la institución que iba a ser mi pesadilla por los próximos tres años, el Instituto Nacional de Migración, que se puede denominar con el diminutivo terrorífico de “la migra”, asistidos por unos delincuentes con licencia llamados Procuraduría General de Justicia, conocidos como los “judiciales” o los “judas”, que cuando no están involucrados en algún escándalo de robo o secuestro es porque no les da la capacidad de trabajar tanto. México parece un país en guerra, con retenes militares en las rutas, sobre todo en el sur del país, donde aparte de joder a los zapatistas en todas las formas imaginables, también tienen la función de chequear buscando explosivos o drogas en los autos, y también inmigrantes ilegales provenientes de Centroamérica. Desde la frontera con Guatemala hasta el Distrito Federal, “el DF”, el micro fue detenido catorce veces, de las cuales en diez tuve que enseñar mi pasaporte y mi visa de entrada.

Una vez instalado me puse a trabajar en una escuela en Tepoztlan, estado de Morelos (los estados son como nuestras provincias), e intenté conseguir una visa de trabajo. Esto implicó conseguir una bonita cantidad de papeles que me fueron devueltos un mes luego de entregarlos con una negativa y un plazo de diez días para dejar el país. Los primeros tiempos de quienes se van con trabajo y una visa laboral ya tramitada son bien diferentes de los inicios de quienes nos vinimos a la bartola. Sin visa laboral, aprendí cómo se sobrevive trabajando aunque se esté como turista legal, y cómo trabajar siendo turista ilegal, e incluso cómo hacerlo siendo absolutamente ilegal, donde “la migra” es tan densa que hace parecer a los gringos nenes de pecho.
Con todo, México es un país fascinante, con paisajes increíbles, con rasgos culturales extraordinarios, con una historia propia previa a la llegada de los españoles que aún se Puede leer en muchísimos restos a lo largo y ancho del país, y por sobre todo, el lugar donde encontré dos cosas que cambiaron bastante el curso de mi historia, una fue mi mujer, y la otra, la posibilidad de trabajar creando con mis manos. Cuando dejé de trabajar en la escuela pusimos con mi mujer un taller de velas artesanales en el DF, pero a pesar de que nos fue bastante bien, los 30 millones de habitantes de esa ciudad parecían ser más que suficientes para llenarla y decidimos movernos a Xalapa, en el estado de Veracruz. Una ciudad de medio millón de habitantes, arrugada de cerros, con una larga historia colonial como precolombina, y donde en vez del ciclo de estaciones acostumbradas de primavera, verano y etcétera, hay una estación de lluvias, en la que llueve religiosamente todas las tardes, a excepción de cuando entran tormentas tropicales (huracanes se los llama) y entonces llueve mañana tarde y noche. Luego tenemos una época de seca, en la que también llueve pero se supone que menos, suposición que me atrevo a poner en duda hoy que hace una semana que llueve a diario y estamos en plena seca.

Aquí empezamos viviendo en una casita preciosa perdida en la punta de un cerro, sin vecinos a menos de un kilómetro. Yo me sentía la reencarnación de Charles Ingalls, haciendo mi huerto, con un perro hermoso y un gato apático, que lo único que parecía estimularlo era orinarse en mi espacio de trabajo y que en la primera mudanza a una zona más civilizada descubrió que existían las gatas y se fue. Una tristeza para mi mujer y un dilema moral para mí, que me debatía entre la tristeza de ella y la felicidad de mi nariz. Ya en esta segunda casa, monté un tallercito de carpintería en el que me empobrecía económicamente con todo éxito, pero donde descubrí que la única solución era ganar más porque dejar la madera me era imposible. Fue sólo probar a trabajarla y hacerme adicto. Una mudanza más adelante, conocí a un tipo con una profesión desconocida para mí: laudero, que viene a ser la persona que construye o repara instrumentos musicales de cuerdas, que en Argentina llamamos luthier. Quedé tan jodido con la idea de trabajar en algo tan bonito que hoy, años después, ése ya es mi trabajo.

Gracias a la gente de migración de la oficina de Xalapa, conseguí mi visa laboral, y sintiéndome ya medio mexicano y necesitando dinero para emprender el proyecto de estudiar y comprar herramientas para trabajar como laudero, decidí hacer lo que hacen los mexicanos: me fui de ilegal a Estados Unidos, para así traer dinero. En definitiva, cuando ya era legal en México pasé a ser ilegal en “el otro lado”, porque acá todo otro lado es Gringolandia, como reza el dicho “Pobrecito México, tan lejos de Dios y tan cerca de los gringos”. En Boston descubrí con emoción, que mi nivel de inglés no me dificultaba comunicarme con la gente... más bien lo volvía imposible. En esos días sacaba fuerza pensando en mi abuela italiana que la trajeron a Argentina a los doce años sin hablar una palabra de español, y eso me ayudaba a darle para adelante y no mandar todo a la hostia. Fue muy sacrificado pero me fue bien, trabajé en construcción de casas (que allá son de madera) y estudié con un constructor de guitarras muy bueno en cuanto rato libre me quedaba, y sobre todo hice muy buenos amigos, la mayoría mexicanos (que allá también eran mayoría).

Trabajé con la flor y nata del "white trash", la basura blanca, como se denomina a los que están afuera del sueño americano porque ya saben que están jodidos, que no se pudieron subir al tren de éxito y dinero, que es el eje sobre el que gira la vida allá. Sumando los dos viajes, he estado en Boston un poco más de nueve meses, y aún me pregunto cómo pueden los gringos ser tan ricos y cómo a la vez pueden vivir una vida tan miserable y ser tan jodidos con el resto de los países.

Ahora ya estoy instalado de nuevo en Xalapa, con un taller de laudería montado a medias con un laudero mexicano, que también está en los inicios del camino, y realmente espero que este sea el año en el que se vean los frutos de tantos años de romperme el alma como inmigrante. Sigue lloviendo, hace un rato me tomé unos mates con yerba que me acaban de traer luego de meses de sufrir su ausencia, y me digo que está bien, que el esfuerzo valió la pena, pero eso no quita que uno extrañe, a la familia, a los amigos, y a su cultura... Y al dulce de leche, ¡carajo! Salud y buena vida para todos.

Ariel Arce - Mayo 2004.


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