Santiago Nogués nació hace treinta años en la homónima Clínica de nuestra localidad. Se escuda en un cuento, para describir la ciudad de Inca, en Mallorca.
Las cortinas de la habitación dibujaban olas de aire alimentadas por una suave brisa. El golpe seco de la puerta al cerrarse la sobresaltó. Giró sobre su cuerpo, pero no lo vio; él había abandonado la cama. Se incorporó, sentándose como quien lee un libro antes de dormir, pero no serían tiempos de lecturas románticas, ni tampoco de noticias con el diario de siempre. Un torbellino de pensamientos y sensaciones encontradas no le permitían pensar con claridad. Sin embargo, recordaba cada grito de él como recién gritado. Sus palabras, sus frases, sus razones le sacudieron la cabeza en un eco infinito que estalló en llanto. Sufrió entonces, lo que se siente cuando duele el alma.
Rodrigo es de las personas que se esconden. Que cuando deben explicar, se sumergen en los mares del silencio. Que prefieren no afrontar y dejar atrás, que sólo sea el tiempo el que cure o cambie el estado de las cosas. Marisol, en cambio, es de mirar con ojos grandes y serios. Su mirada, tan dulce como la miel, se pone firme como un granadero. Sus ojos te buscan, te enfrentan, te piden porqués y motivos. No intimidan, pero acorralan. “Hablar es la única forma de entenderse”, repite en cada ocasión en que Rodrigo deja una discusión por la mitad en alguna cena, para encender la televisión o para pedir la cuenta sin dejar lugar a postre o café.
Pero esta vez no sería como siempre. Esta vez no se escaparía. Lo enfrentaría como nunca, que volviese sobre sus palabras o que las ratificase una vez más. No dejaría en esta oportunidad que el tiempo dilatara lo acontecido. Así, decidida como una leona que protege a sus crías, se vistió y salió a buscarlo raudamente.
Bajó las escaleras tan rápido como una atleta y se dirigió hacia la esquina, con la ilusa convicción de que encontraría a su marido en plena retirada. Desde el cruce de Josep Balaguer y Sant Miquel, de Inca, ciudad enclavada en el medio de la pedregosa isla de Mallorca, Marisol sólo divisó la frondosa arboleda del boulevard de la avenida Reyes Católicos, camino obligado para dirigirse al centro comercial. Hacia el otro lado, el Puig Major, tan lejano como elevado, cubierto de almendros y olivares, un gran pico gris claro en el cielo celeste primavera de aquel mayo.
Secó sus lágrimas, algunas de bronca, otras de amor. Se encaminó hacia el boulevard, un manto de pavimento, siempre a la sombra de añejas palmeras. Anteriormente, era utilizado como aparcadero, hasta que la vieja plaza en la cual desemboca fue modernizada para albergar un parking subterráneo. Caminó cuesta arriba hasta la Plaza de Mallorca, y giró trescientos sesenta grados para ver en todos los sentidos, pero ni rastros ni sombras de su amado. Y ahí entendió por qué los lugareños la denominaron plaza de cemento: el verde césped había quedado escondido debajo de cada baldosón. La ausencia de bancos completaba una imagen gris. No había lugar para que los enamorados se entregaran a la dulce melodía de los arrumacos, para que los mayores se empaparan con lágrimas de nostalgia o para que los abuelos regalaran su saber de vida a sus nietos.
Tomó por la calle Major Serena para buscarlo en el Bar The Mystic. La última vez que ella había estado ahí fue el sábado anterior, cuando Rodrigo la invitara a tomar un café. Luz tenue de velas, ambiente cálido, momento propicio para charlar larga y distendidamente. Solos ellos dos, embriagados en el frenesí provocado por la mezcla de un suave licor inglés y el amor. Todo el recuerdo de esa noche reventado contra una nueva lágrima.
Era jueves, día del Mercat de Dijous, una centenaria feria de comerciantes, herencia lejana de los burgueses de la Edad Media, que comerciaban en la puerta de los feudos. Cientos de curiosos se acercan desde los pueblos vecinos y otros tantos turistas son traídos en autocares desde los hoteles de Palma y otras playas. Dijous sólo le trajo más confusión. Chocándose con guiris, peninsulares e inqueros, Marisol se acercó hasta los dos puestos de lienzos al óleo, los únicos sitios donde Rodrigo podría haberse detenido a ver o a comprar, como el mes anterior, cuando adquirió dos hermosas láminas, una de rozagantes caballos y otra de un colorido bosque. Entre baratijas por pocos euros, hasta trabajados hilados de crochet, se escuchaban las ofertas de “Cheap, Mister, cheap” en inglés para guiris; algún “Barato, señor, barato” en español para peninsulares; y varios “Barat, senyora, barat” en mallorquín para las lugareñas, que se arreglan de fiesta para cada Dijous.
Ya no sabía dónde más buscarlo, cuando pensó en el cibercafé. Rodrigo gusta de la virulenta red de redes, por lo que sería probable encontrarlo navegando en el océano del ciberespacio. Cruzando la céntrica peatonal, llegó hasta la Gran Vía Colón, una desenfrenada carrera contra la desesperación, entre más turistas y feriantes.
Rendida, parecía que el mundo temblaba. La seguridad y la tranquilidad que tenía con él sucumbieron por una estúpida discusión. Nunca antes se había sentido tan afligida, tan desolada, tan abandonada. Siempre le había parecido improbable, casi imposible, una actitud semejante por parte de él. A lo sumo, ante un intercambio de palabras y frases fuertes o dolorosas como las que recordaba, él se hubiera ido a otro ambiente del hogar, a escuchar música o leer, a encerrarse en sí, pero nunca este abandono. ¿Nunca había llegado a conocerlo entonces? Le era difícil creer que catorce años de felicidad pudieran caerse tan rápida y letalmente, como caerían las mil piezas de un dominó interminable. Debía volver, ¿qué más podía hacer?
A paso cansino, bajo el sol del mediodía que, afortunadamente, refrescaba la suave brisa, volvió y se tendió en la cama para tratar de lavar todo con sus lágrimas. Habían pasado veinte minutos o tal vez más. Estaba dormitando o quizás dormida, cuando un nuevo portazo, un idéntico golpe seco como el de esa mañana, la levantó como un fuerte viento remonta un endeble barrilete. Recordó claramente, como quien ve una película por tercera o cuarta vez, cada grito, cada frase, cada razón. No oyó pasos, ni voces. De todos modos, lo buscó por el departamento, pero sin mejor suerte. Abrió la puerta hacia el patio-terraza, que daba al pulmón de manzana, y lo vio. Allí estaba, entregado a los devenires de una novela policial que lo desvelaba desde hacía algunos días.
“¡Buenos días mi amor! Es la segunda vez que se me cierra esa puerta. ¿Te desperté?”, le dijo Rodrigo a su esposa, bajando la voz sobre el final de la frase, sin entender porqué ella lloraba y reía a la vez.
Seguramente se había pasado la mañana entera leyendo. No sólo no había salido a la plaza, ni al bar, ni al cibercafé, sino que no le había gritado, no la había lastimado y mucho menos abandonado. ¿Había sido como siempre? ¿Una pelea y su posterior escape, en este caso a la lectura? ¿Había sido una pesadilla?, o ¿pura realidad? Una mezcla de ambas, tal vez. Ya no importaba. Ella se le acercó. Lo miró con esos ojos dulces como la miel, llenos de lágrimas, ahora sólo de amor. Y lo besó. Como nunca, como siempre.
Santiago Nogués - Noviembre 2004.
Las cortinas de la habitación dibujaban olas de aire alimentadas por una suave brisa. El golpe seco de la puerta al cerrarse la sobresaltó. Giró sobre su cuerpo, pero no lo vio; él había abandonado la cama. Se incorporó, sentándose como quien lee un libro antes de dormir, pero no serían tiempos de lecturas románticas, ni tampoco de noticias con el diario de siempre. Un torbellino de pensamientos y sensaciones encontradas no le permitían pensar con claridad. Sin embargo, recordaba cada grito de él como recién gritado. Sus palabras, sus frases, sus razones le sacudieron la cabeza en un eco infinito que estalló en llanto. Sufrió entonces, lo que se siente cuando duele el alma.
Rodrigo es de las personas que se esconden. Que cuando deben explicar, se sumergen en los mares del silencio. Que prefieren no afrontar y dejar atrás, que sólo sea el tiempo el que cure o cambie el estado de las cosas. Marisol, en cambio, es de mirar con ojos grandes y serios. Su mirada, tan dulce como la miel, se pone firme como un granadero. Sus ojos te buscan, te enfrentan, te piden porqués y motivos. No intimidan, pero acorralan. “Hablar es la única forma de entenderse”, repite en cada ocasión en que Rodrigo deja una discusión por la mitad en alguna cena, para encender la televisión o para pedir la cuenta sin dejar lugar a postre o café.
Pero esta vez no sería como siempre. Esta vez no se escaparía. Lo enfrentaría como nunca, que volviese sobre sus palabras o que las ratificase una vez más. No dejaría en esta oportunidad que el tiempo dilatara lo acontecido. Así, decidida como una leona que protege a sus crías, se vistió y salió a buscarlo raudamente.
Bajó las escaleras tan rápido como una atleta y se dirigió hacia la esquina, con la ilusa convicción de que encontraría a su marido en plena retirada. Desde el cruce de Josep Balaguer y Sant Miquel, de Inca, ciudad enclavada en el medio de la pedregosa isla de Mallorca, Marisol sólo divisó la frondosa arboleda del boulevard de la avenida Reyes Católicos, camino obligado para dirigirse al centro comercial. Hacia el otro lado, el Puig Major, tan lejano como elevado, cubierto de almendros y olivares, un gran pico gris claro en el cielo celeste primavera de aquel mayo.
Secó sus lágrimas, algunas de bronca, otras de amor. Se encaminó hacia el boulevard, un manto de pavimento, siempre a la sombra de añejas palmeras. Anteriormente, era utilizado como aparcadero, hasta que la vieja plaza en la cual desemboca fue modernizada para albergar un parking subterráneo. Caminó cuesta arriba hasta la Plaza de Mallorca, y giró trescientos sesenta grados para ver en todos los sentidos, pero ni rastros ni sombras de su amado. Y ahí entendió por qué los lugareños la denominaron plaza de cemento: el verde césped había quedado escondido debajo de cada baldosón. La ausencia de bancos completaba una imagen gris. No había lugar para que los enamorados se entregaran a la dulce melodía de los arrumacos, para que los mayores se empaparan con lágrimas de nostalgia o para que los abuelos regalaran su saber de vida a sus nietos.
Tomó por la calle Major Serena para buscarlo en el Bar The Mystic. La última vez que ella había estado ahí fue el sábado anterior, cuando Rodrigo la invitara a tomar un café. Luz tenue de velas, ambiente cálido, momento propicio para charlar larga y distendidamente. Solos ellos dos, embriagados en el frenesí provocado por la mezcla de un suave licor inglés y el amor. Todo el recuerdo de esa noche reventado contra una nueva lágrima.
Era jueves, día del Mercat de Dijous, una centenaria feria de comerciantes, herencia lejana de los burgueses de la Edad Media, que comerciaban en la puerta de los feudos. Cientos de curiosos se acercan desde los pueblos vecinos y otros tantos turistas son traídos en autocares desde los hoteles de Palma y otras playas. Dijous sólo le trajo más confusión. Chocándose con guiris, peninsulares e inqueros, Marisol se acercó hasta los dos puestos de lienzos al óleo, los únicos sitios donde Rodrigo podría haberse detenido a ver o a comprar, como el mes anterior, cuando adquirió dos hermosas láminas, una de rozagantes caballos y otra de un colorido bosque. Entre baratijas por pocos euros, hasta trabajados hilados de crochet, se escuchaban las ofertas de “Cheap, Mister, cheap” en inglés para guiris; algún “Barato, señor, barato” en español para peninsulares; y varios “Barat, senyora, barat” en mallorquín para las lugareñas, que se arreglan de fiesta para cada Dijous.
Ya no sabía dónde más buscarlo, cuando pensó en el cibercafé. Rodrigo gusta de la virulenta red de redes, por lo que sería probable encontrarlo navegando en el océano del ciberespacio. Cruzando la céntrica peatonal, llegó hasta la Gran Vía Colón, una desenfrenada carrera contra la desesperación, entre más turistas y feriantes.
Rendida, parecía que el mundo temblaba. La seguridad y la tranquilidad que tenía con él sucumbieron por una estúpida discusión. Nunca antes se había sentido tan afligida, tan desolada, tan abandonada. Siempre le había parecido improbable, casi imposible, una actitud semejante por parte de él. A lo sumo, ante un intercambio de palabras y frases fuertes o dolorosas como las que recordaba, él se hubiera ido a otro ambiente del hogar, a escuchar música o leer, a encerrarse en sí, pero nunca este abandono. ¿Nunca había llegado a conocerlo entonces? Le era difícil creer que catorce años de felicidad pudieran caerse tan rápida y letalmente, como caerían las mil piezas de un dominó interminable. Debía volver, ¿qué más podía hacer?
A paso cansino, bajo el sol del mediodía que, afortunadamente, refrescaba la suave brisa, volvió y se tendió en la cama para tratar de lavar todo con sus lágrimas. Habían pasado veinte minutos o tal vez más. Estaba dormitando o quizás dormida, cuando un nuevo portazo, un idéntico golpe seco como el de esa mañana, la levantó como un fuerte viento remonta un endeble barrilete. Recordó claramente, como quien ve una película por tercera o cuarta vez, cada grito, cada frase, cada razón. No oyó pasos, ni voces. De todos modos, lo buscó por el departamento, pero sin mejor suerte. Abrió la puerta hacia el patio-terraza, que daba al pulmón de manzana, y lo vio. Allí estaba, entregado a los devenires de una novela policial que lo desvelaba desde hacía algunos días.
“¡Buenos días mi amor! Es la segunda vez que se me cierra esa puerta. ¿Te desperté?”, le dijo Rodrigo a su esposa, bajando la voz sobre el final de la frase, sin entender porqué ella lloraba y reía a la vez.
Seguramente se había pasado la mañana entera leyendo. No sólo no había salido a la plaza, ni al bar, ni al cibercafé, sino que no le había gritado, no la había lastimado y mucho menos abandonado. ¿Había sido como siempre? ¿Una pelea y su posterior escape, en este caso a la lectura? ¿Había sido una pesadilla?, o ¿pura realidad? Una mezcla de ambas, tal vez. Ya no importaba. Ella se le acercó. Lo miró con esos ojos dulces como la miel, llenos de lágrimas, ahora sólo de amor. Y lo besó. Como nunca, como siempre.
Santiago Nogués - Noviembre 2004.
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